Córdoba, la Docta
Aulas esenciales
Por Fabiana Frini * • 30/12/2020 00:01 • Tiempo estimado de lectura: 9 minutos
Portal Qué
En un tiempo de virtualidad obligada y en muchos casos precaria, los pensamientos, deseos, humores y amores desafiaron a la pandemia, las distancias y el abandono del Estado en los últimos años. Un relato que recupera experiencias de docentes y estudiantes y recuerda “el poder de la educación pública para transformar realidades”.
Las crónicas dirán que la pandemia que asoló al siglo XXI nos sometió a una virtualidad solo presagiada por relatos distópicos; pero en el mundo real la virtualidad no se cocina igual en todos lados. Hay fronteras invisibles entre unos y otros; entre mundos de primera y de tercera, entre los de arriba, los del medio y los del final del tarro. No hay virus, cuarentena ni virtualidad que nos iguale; solo es un nuevo escenario donde se acentúan las diferencias. Nadie escapa a esta regla.
Ser docente es uno de mis dos trabajos ligados a la educación. Ya sea como alumna, madre, tallerista, escritora, lectora y docente, mi historia está atravesada por la práctica de compartir saberes con otres.
Algunos creen que la educación no es una tarea esencial, hasta existen dirigentes que, traicionados por su naturaleza, afirman que no hay clases. Sin embargo, este repliegue de las aulas a los hogares nos dio una nueva visibilidad –ésa que quienes conocen el poder de la educación para transformar realidades– intentan ocultar defenestrando a la educación pública y a sus actores.
Un plato de comida en la mesa y trabajo para sus hijes fue el anhelo que embarcó a mis bisabuelos italianos hacia estas tierras. Pero para las generaciones siguientes, educarse fue el mandato familiar. La educación como promotora de la movilidad social, significó para nosotres –nietes y bisnietes– oportunidades de acceder a campos profesionales y artísticos que elles no se hubieran atrevido ni a soñar. En el andar, algunes, y otres no tanto, tomamos conciencia de que el acceso a la educación era el resultado de conquistas colectivas y no de logros individuales.
Tengo a mi escuela primaria, el Nacional 402, al colegio de monjas, a la vieja Escuela de Ciencias de la Información (de la UNC), a los talleres literarios; a cada espacio educativo del que fui parte, prendados a mi corazón. Sé que las aulas son el espacio donde somos parte de un colectivo, donde aprendemos la solidaridad, la memoria y la justicia, donde construimos el sentido de la Patria; un lugar en el que experimentamos la empatía, conocemos a amigos para toda la vida; donde descubrimos el amor, el ser, las palabras, el sexo, las imágenes, los sonidos, la diversidad, los silencios, los colores, los olores; donde aprenderemos a ser uno dentro de todos.
Y un día, contra los pronósticos propios y ajenos, casi obligada por la necesidad de un trabajo formal, comencé a enseñar. Mis primeras herramientas fueron mis vivencias en el aula, de un lado y del otro; y así entre lectura, charlas, mates, frustraciones y descubrimientos, fui docente. Y hoy enfrento otro desafío: enseñar en condiciones únicas y disímiles, inmersa en entornos digitales.
Hay virtualidades más precarias que otras, varían según las circunstancias, los lugares, los tiempos y los medios disponibles. Hay derechos que se vulneran y gente que se pierde en el camino. Ojalá mis palabras sean suficientes para cronicar estos días de incertidumbre, labores, saberes y aprendizajes.
Últimos días de junio de 2020. Sierras de Córdoba. No se confundan, no era el paraíso. Hacía frío; la estufa garrafera estaba al rojo vivo y un cielo pelado, curtido de estrellas, anticipaba una helada que lo dejaría todo blanco y ardido. Entró un whatsapp. Profe, hola, me pasa los últimos tres trabajos prácticos que mi celu tiene poca memoria y los tiré… No lo podía creer, había apagado la compu, ya sin ojos para la pantalla. Llevaba, perdí la cuenta de los días, más de noventa, creo, sometida, como miles de docentes en el país o millones en el mundo, a condiciones de trabajo de un vuelo “low cost”. Decidida a responder, prendí la compu. Era la hora de la cena; el tele anunciaba la cantidad de contagios diarios y mostraba una marcha de desaforados reclamando más libertad, negando al virus mientras se acomodaban los barbijos para putear a la democracia. Mis hijos jugaban al “Call of duty” y el agua de los fideos hervía evaporándose sin ganas. Conecté el Whatsapp Web, busqué los archivos y, cuando estaba por clavar el dedo índice en el botón de enviar; tres anuncios apocalípticos, a los que siempre ignoro, obligaron a mi computadora a rendirse. Pantalla a negro. … silencio absoluto. Nada. Nada y nada.
Sufrí un ataque de desolación; puteé a todos los santos –tradición heredada de mi abuelo–, al recordar que debía entregar un informe final, porque llegaban las vacaciones de invierno. Llamé al técnico que me prometió reparación a futuro. Sin dudar, le robé la compu del Conectar Igualdad de mi hijo adolescente; atravesé mis propios demonios y avisé a todos que estaba fuera de servicio. Mi compu se llevó a su tumba de microchips mis archivos. En los días siguientes, armé una planilla de calificación conceptual a través de mails; de archivos guardados en la memoria de mi viejo celular y de anotaciones en un cuaderno.
Entonces reconstruí las historias de muchos docentes amigos y no; y los vi revelarse desesperados, ingeniosos, indignados, alucinados, arrogantes, increíbles, tristes, inmaduros, alterados y aguerridos. Valientes, capaces de un trabajo titánico en las peores condiciones, de una creatividad sin límites, de una voluntad férrea por sacar el aula adelante, de no abandonar a sus alumnos a los antojos de la mareas, de ser salvavidas, espuma, playa, velero y brújula.
Pensé en los videos de Mariano (producidos en short y pantuflas), cual juglar de la cintura para arriba, entre barriletes de sábanas, llegaba al cielo con sus títeres fabricados con medias; en Luciana grabando bajo el solcito, en medio de una obra en construcción que es hogar y clase de matemáticas, contando, sumando y restando ladrillos y medidas de arena; en la clase de Lengua de María que explicó sustantivos a los peques de segundo grado con cucharones, ollas, tenedores e ingredientes; adjetivos describiendo los sabores agrios, dulces, tenues y a los olores fuertes, suaves, dulzones, amorosos, mientras jugaba en su cocina; en Pedro, que se descuidó porque la leche se volcó, los chicos peleaban por el control del tele y un humo blanco de maldición papal inundó la casa cuando la fuente del ordenador se quemó. Hizo catarsis, como muchos, riéndose en las redes sociales.
Pienso en videos de profes cantando mientras se cuela un pedo que desata la risa y nos recuerda que reír con otros es de lo mejor de la vida; videos de profes leyendo y un niño que llora; videos de profes que lloran, videos de chicos que lloran, ríen, cantan, presentan las camperas del último año –de primaria o secundario–; audios de compañeros que se dan aliento, audios de docentes que damos aliento, videos de profes cocinando, de chicos enseñando a tocar la guitarra, de abuelos recitando palabras para no olvidar el amor; videos de actos escolares cantándole a la Patria, rescatando la memoria, honrando a los que nos precedieron; dándole sentido al esfuerzo colectivo de cuidarnos, de reconocernos, de enseñar, de aprender… Versos, números, trazos, colores, notas musicales, ramas secas, goma eva, escobas, fotos antiguas, fotos digitales, lápiz, papel, pensamientos, deseos, humores y amores que desafían a la pandemia, a las distancias y al abandono del Estado de los últimos años.
Aquí, en la Argentina de adentro, no hay internet para todos, eso aún es un derecho que no nos pertenece. Recuerdo, con impotencia, el cartel de “Cada escuela de Córdoba conectada. Internet libre es igualdad” que los jueves cruzaba en la ruta mientras caminaba hasta Anisacate, a la sede del CENMA a distancia donde enseño Lengua para estudiantes adultos. (Debo aclarar que en la mayoría de las escuelas cordobesas es solo un servicio disponible para la administración, pero su uso pedagógico está vedado porque colapsa). Entre tanta hipocresía, estoy orgullosa porque la única certeza que poseo en medio de la incertidumbre, es que no dejamos a nuestros alumnos “librados a la buena de Dios” como decía mi abuela.
La mayoría de nuestros estudiantes, con suerte tiene celular propio pero que también es familiar. Se turnan para usarlo. Muchos no tienen computadoras, por eso la bronca al saber que encontraron miles de equipos arrumbados en un depósito que podrían ser de nuestros alumnes. Así, parte de la tarea docente fue corregir fotos de trabajos en papel; usar Whatsapp, explorar todas sus posibilidades y atravesar el miedo a lo desconocido, el hastío y las informaciones erróneas o mal intencionadas. Elles plasmaron con letra imprenta, cursiva o mayúscula su espíritu para seguir aprendiendo, buceando, soñando, inventando un futuro, y a nosotres nos permitieron enseñarles, guiarlos, ensayar y aprender nuevos caminos.
Y hubo recompensa… Mayco, Julio y María estudiaron, leyeron, trabajaron y se cuidaron, todo desde casa y terminaron su escuela secundaria. Les escribí un mensaje; me emociona haberlos acompañado en el trayecto. Me emociona pensar que la revolución de las aulas es eterna (gracias Andrés Rivera); que en los siglos venideros se hablará de este tiempo en que las escuelas no cerraron y el conocimiento circuló. Mientras tanto nos vamos preparando para regresar y apropiarnos del espacio vital, de encuentro, de discusión, de estar cerca, de mirarnos a los ojos, de atrevernos, de sorpresa, de pasión y desesperación; que son las aulas.
Son mis propias experiencias y las narradas por otres, las que confirman mi creencia más visceral: la educación es el camino que les permitirá a los jóvenes abrirse paso entre las adversidades. Mientras más humildes y carenciados los barrios de nuestros alumnes, más firmemente creo que educación pública es el puente hacia nuevas oportunidades y perspectivas.
Creo que las aulas actuales, diversas, inclusivas, alborotadas, rebeldes, son el espacio natural para que los jóvenes aprendan a desarrollar un pensamiento crítico que les permita cuestionarnos, cuestionarse y cuestionar el mundo que les quieren imponer, para seguir creciendo. No en vano, la educación siempre está en la mira de los conquistadores.
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* Licenciada en Comunicación Social, periodista y docente. Trabaja en el área de Concursos de la FCC-UNC