Derechos Humanos
La noche de los lápices en tiempos de Villarruel
Por Sergio Tagle
Mañana, como todos los septiembres, el video de La Noche de los Lápices será visto en colegios secundarios y grupos de jóvenes de la provincia y del país. La película fue y sigue siendo fecunda para provocar debates acerca de la crueldad de la última dictadura. Verla es una pedagógica puerta de entrada al conocimiento y conciencia acerca de la inhumanidad sin límites del poder cívico militar institucionalizado a partir de 1976. Pero es un camino incompleto hacia la comprensión. Porque aquello no fue una cuestión de “lápices”.
La causa de esos crímenes de Estado no fue una inocente reivindicación estudiantil sino un “culpable” compromiso político de las víctimas. Las consecuencias del equívoco en la reconstrucción de la memoria no son menores. Porque si se hubiese tratado de adolescentes secuestrados, torturados, desaparecidos sólo por esa lucha particular, serían jóvenes, chicos apolíticos. Por lo tanto, inocentes. El problema aquí ya es evidente.
Los hechos no fueron así. No secuestraron a los miles de estudiantes que participaron en la movilización. Solo a quienes militaban en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) vinculada a la tendencia revolucionaria del peronismo y en la Juventud Guevarista, del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT)
Irracionalidad o racionalidad del genocidio
¿Por qué la original (y actual) función progresiva de la película puede convertirse en su contrario o -al menos- en algo diferente? Porque los chicos y chicas concebían al boleto estudiantil como una lucha particular articulada con una lucha general: la liberación nacional, social. Una revolución. Si creemos que esa reivindicación puntal es representativa de las causas de la matanza política más inclemente del siglo XX, la creencia nos conduce a la “teoría de la irracionalidad”. Todo se reduce a las perversas mentes y almas de militares sádicos. Desaparece el actor civil, desaparece el proyecto estratégico de la dictadura en sus aspectos socioeconómicos, político-culturales.
La comprensión avanza cuando sabemos que los chicos de La Plata fueron desaparecidos por los mismos motivos que corrieron igual suerte delegados sindicales, militantes barriales y villeros, curas del Tercer Mundo, cuadros de organizaciones populares, de otras juventudes políticas.
Victoria Villarruel tiene una coincidencia paradójica con Enzo Traverso. El historiador italiano de formación marxista fundamenta cómo y por qué la “memoria de las víctimas” reemplazó a la “memoria de las luchas”. Su tesis, entre nosotros, es válida para la era pre Milei. Esto es, cuando amplias franjas de la población se horrorizaban con los crímenes de la dictadura a condición de despolitizar a sus víctimas. Como lo hace la película, obvio, con intenciones inversas a las de la Vicepresidenta, quien nos vino a reiterar que “algo habrán hecho”. Más, redobla la apuesta y dice “esto hicieron”.
Es decir, con Traverso, recuerda la memoria de las luchas. La obra de Héctor Olivera, no obstante, presenta una dificultad no menor a la Vicepresidenta: no fueron terroristas abatidos en combate. Eran personas con fuertes convicciones políticas. Como ella y sus seguidores. Que con su gobierno quieren cambiar el sistema, el objetivo de gran parte de los 30.000 (de verdad) pero con un sentido antagónico en todos los niveles de la sociedad y en todas las dimensiones de la vida.
Los revolucionarios anarcocapitalistas tienen otra suerte: no los esperan campos de concentración, la tortura, la desaparición, la muerte.