Política y Economía
19/20: la noche en que estalló Argentina
Diciembre de 2001 se convirtió en una olla a presión por las políticas neoliberales del gobierno de la Alianza. Cuando ya no se aguantó más el saqueo y la represión, cientos de miles de personas salieron a las calles para decirle “No” al hambre, la desocupación y la corrupción.
Por Leandro Albani para La tinta
Por Redacción La Tinta • 18/12/2021 19:00 • Tiempo estimado de lectura: 26 minutos
Avenida Rivadavia y Combate de los Pozos. La noche calurosa se palpitaba en el asfalto. Los autos, las motos y los colectivos eran una bola de ruido que cortaba el silencio pesado de los últimos días. En todo el país, lo único importante era ver la televisión o escuchar la radio para tratar de informarse. El gobierno del presidente Fernando de la Rúa se había convertido en una máquina que reproducía las medidas de su antecesor, Carlos Menem. Toda la parafernalia del cambio, de dejar atrás la corrupción, de un nuevo país, había quedado al descubierto.
Las luces, en la avenida, brillaban más que de costumbre. Esa noche, mis horas pasaban en el monoambiente al que había llegado hacía casi dos años. A poco más de 20 metros de Rivadavia y Combate de los Pozos. A esa distancia y cruzando la calle, el Congreso de la Nación. Esa noche también veía la televisión. El que contaba que el país se resquebrajaba de forma precipitada era Jorge Lanata, que todavía tenía un mínimo de profesionalismo. Tal vez eran sus últimos días de periodista.
A principios de 2001 había tomado una decisión que me cambió la vida. Después de ir y venir por la Universidad de Buenos Aires, había comenzado la carrera de Periodismo de Investigación en la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo.
En ese 2001, Argentina naufragaba entre el corralito bancario, la pobreza y la desocupación, las presiones del Fondo Monetario Internacional para ajustar la economía hasta el estrangulamiento y un gobierno sin ninguna intensión de cambio. Y como si fuera poco, esa tarde del 19 de diciembre, de la Rúa había decretado el estado de sitio.
En el monoambiente, esa noche, todavía no podía oler el aire cargado de estallido.
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Cuando el sonido de la televisión y la bola de ruidos que venía desde la avenida empezaron a apagarse, a lo lejos escuché las cacerolas que repiqueteaban y un murmullo que avanzaba sigiloso y crecía cada vez más. Me asomé por la ventana y me di cuenta de que ese murmullo se multiplicaba desde todas partes: eran los pasos y aplausos de miles de personas en las calles.
Salí a la vereda y me sumé a los demás. Cruzamos por el costado del Congreso y en avenida Entre Ríos me asomé a algo que nunca había visto: en la escalinata del Congreso, cientos de personas saltaban, aplaudían y gritaban “¡Que se vayan todos, que no quede ni uno solo!”. No dudé ni un segundo, me acomodé entre la gente en los primeros escalones y vi, asombrado, mareas de hombres y mujeres que venían por las avenidas Callao y Entre Ríos. Los aplausos, las cacerolas y las puteadas contra el gobierno endulzaban el clima caliente de diciembre. La noche era clara y perfecta. Buenos Aires resplandecía.
Los que saltábamos en la escalinata estábamos en trance. Cuanta más gente llegaba, más subía la temperatura de las gargantas. Por avenida Entre Ríos, los autos ya no podían pasar. El fluir de personas era permanente. El punto donde se unen las tres avenidas se había convertido en un sismo silencioso que hacía fuerza por expandirse. En ese momento, sentí alegría. La gente en la calle estaba cruzada por ese sentimiento y por una rabia y un hartazgo que ya habían superado todo límite.
Cuando bajé de la escalinata, el centro de la ciudad se desbordaba por todos lados. La euforia eran miles de personas saltando y puteando a de la Rúa, a Domingo Cavallo y a quien se le viniera a la cabeza. ¿Quiénes eran esas personas? En ese momento, no lo pensé, pero seguro había mucha clase media indignada porque el gobierno le había incautado los ahorros en los bancos. Pero el 19 y 20 de diciembre –pienso ahora- comenzó mucho antes: en las rutas del país, los y las piqueteras ya habían encendido la mecha de la dignidad que muchos y muchas pensaban perdida.
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2001 fue un año de descubrimientos, aprendizajes profundos, confirmaciones de ideas que me daban vuelta por la cabeza y la decisión de que el periodismo sería mi oficio en los días por venir.
El 19 y 20 de diciembre se convirtió, entre muchas otras cosas, en el examen final de ese primer año en la carrera de periodismo. Desde el primer día, los y las profesoras nos dijeron que lo fundamental era salir a las calles y preguntar, levantar testimonios, ponernos al servicio de los que luchan. Y eso hicimos.
Durante todo ese año, desde donde podíamos acompañábamos al movimiento piquetero que encendía las rutas de La Matanza. Íbamos a los cortes, grabador en mano, a escuchar, a entender y a aprender. Después escribíamos notas o usábamos el material para trabajos prácticos. También algunos de nosotros nos metíamos en el vicio de la edición de audios. Informes de unos pocos minutos, con testimonios de hombres y mujeres en las rutas, o sobre El Cordobazo o algún tema internacional del momento. Algunos de esos informes después los emitieron en el programa que la Asociación Madres de Plaza de Mayo tenía en FM La Tribu. Todo era frenético: desde las clases hasta las salidas nocturnas cuando terminábamos de cursar. En ese torbellino, las amistades se iban forjando en la Plaza de los Dos Congresos o en el boliche de Roberto, donde iban y venían las cervezas, los guisos de lenteja y un sinfín de charlas y carcajadas. Y las lecturas atolondradas y desesperadas de libros que tenían al periodismo de investigación, la non fiction y el análisis histórico de los medios como ejes donde gravitábamos. De Rodolfo Walsh a Hernán López Echagüe; de Enrique Raab a Susana Viau; de John Reed a las crónicas fabulosas del verano marplatense que Carlos Rodríguez publicaba en Página/12; de los textos sobre comunicación alternativa que nos daban Natalia Vinelli y Carlos Rodríguez Esperón a la maldita bonaerense retratada por Ricardo Ragendorfer y Carlos Dutil; de Truman Capote a Enrique Symns. Éramos plantas secas a las que, de golpe, nos caía un diluvio casi bíblico.
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Sin entender demasiado, pero con el ánimo prendido fuego, esa noche la movilización espontánea hasta Plaza de Mayo salió sin que se supiera quién dio el primer paso. A partir de ahí, solo me quedaron flashes de una noche que se convirtió en madrugada, en el clamor del “que se vayan todos…”, en una comunión donde hervía la indignación y la liberación, y –como no podía faltar- en una represión que se extendió por varios días.
De esos flashes pasados hacia el futuro: no había frenos en la marcha hacia Plaza de Mayo. Miraba para los costados y las personas caminaban decididas, apuradas y, creo recordar, en sus caras había una mezcla de fastidio y agite de recital de rock. Las luces de avenida de Mayo se estiraban como si cada uno de nosotros fuera la velocidad misma. La noche, que ya era otro día, se respiraba con una fuerza difícil de encontrar en Buenos Aires.
En Plaza de Mayo, había gente por todas partes. Entre la muchedumbre, un grupo desplegó una bandera de alguna organización. Con chiflidos y gritos, les hicieron entender que ese día no se podía. Acostumbrado a ir a movilizaciones organizadas, con ciertas estructuras, recaudos y seguridad, me di cuenta del nivel de hartazgo en que estábamos metidos.
Días o semanas después, lo escuché hablar a Fernando “Pino” Solanas. Decía que el país estaba podrido de la “partidocracia”. Me pareció una definición que resumía el azote que sufríamos, como mínimo, desde la dictadura militar de 1976 hasta ese presente explosivo.
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La palmera que se elevaba desde la plaza ya había ardido, consumida por el fuego. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que la policía cumplió la única orden que conoce: reprimir sin importar absolutamente nada. Los gases lacrimógenos comenzaron a llover desde las vallas que rodeaban la Casa Rosada. Escuché los silbidos que dejaban como estelas. El aire empezó a contaminarse y las nubes de gases subían desde el suelo. Corridas, más puteadas y la marea de gente que seguía llegando y que no se iba a ningún lado. Hartos, cansados, apaleados, no importaba nada. Esa noche nadie iba a retroceder.
Unos minutos después de los primeros gases, aparecieron las motos, cada una cargada con dos policías armados y totalmente sacados (una característica constante de quienes integran las fuerzas de seguridad del país).
Otro flash de esa noche: iba por Diagonal Norte, un poco escondido y un poco curioseando, cruzando la neblina de gases lacrimógenos. Con un fondo de película de ciencia ficción apocalíptica, el Obelisco se levantaba entre las luces, las sirenas, las detonaciones y el frenesí. A unos pocos metros de donde estaba, había un señor de unos cincuenta años, chomba verde, pantalón corto con bolsillos al costado, zapatillas náuticas y medias arriba de los tobillos. El señor, con una panza que, por lo visto, crecía gracias a algunos placeres terrenales y culinarios, pateaba con toda su fuerza la puerta de vidrio de un cajero automático. Sus patadas eran directas y potentes. La figura de su cuerpo se recortaba perfecta en esa noche que nadie sabía muy bien cómo amanecería.
Decidí volver a mi departamento. Pegado a las paredes, fui hasta la avenida 9 de Julio y de ahí crucé lo más rápido posible hacia las calles que están paralelas a Rivadavia y a avenida Corrientes. Encaré por Sarmiento o Perón hacia el Congreso. No sabía qué me podía encontrar en la esquina de mi casa. Mientras caminaba lo más rápido posible, me di cuenta de que a unos 20 o 30 metros adelante iba una pareja de la mano. Apareció una sirena y desde una esquina se proyectaron las luces azules intermitentes. Vi cómo la pareja se pegaba todo lo que podía a la pared y me di cuenta de que yo hacía lo mismo. Buscábamos un lugar para meternos y resguardarnos. Por la calle, dobló un patrullero a toda velocidad. Aunque estábamos lejos, las respiraciones de los tres se cortaron por unos segundos y se agazaparon en nuestros pechos. El patrullero ni nos vio y pasó volando.
Cuando llegué a mi departamento, estaba agotado. La piel pegoteada, la transpiración chorreando por todo el cuerpo, los ojos rojos e irritados, una sed que se fue aplacando después de varios vasos de agua. Me duché y comí algo. Afuera, el cielo empezaba a clarear. Aunque las sirenas martillaban por todo el barrio, me quedé dormido al instante.
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El 20 de diciembre, me desperté y lo primero que hice fue prender el televisor. Unos minutos después, la policía montada tiraba caballos y palazos contra las Madres de Plaza de Mayo. El centro de Buenos Aires era un campo de batalla. Antes de despertarme del todo, sonó el teléfono. Mi viejo me preguntó cómo estaba. Mi viejo me llama por teléfono cuando él considera que hay que hablar de cosas serias. Casi siempre coincidimos en eso. Mi papá me dijo que no saliera, que la policía reprimía, que me cuidara mucho. A todo le dije que sí y después me fui para la calle.
El Congreso estaba vallado. Varias calles alrededor también estaban bloqueadas. Para sortear esas cuadras que me separaban de la Plaza de los Dos Congresos, tuve que caminar bastante, hasta avenida Corrientes y después empezar a bajar. Cuando pisé avenida de Mayo, el calor agobiaba. Había gente y piedras por todos lados, tachos de basura que todavía humeaban, vidrieras rotas y un olor denso y penetrante a gases lacrimógenos.
Durante ese día, las corridas, la policía cazando y reprimiendo, las personas sin casi dar un paso atrás para aguantar las balas y los gases, y la rabia contra el gobierno, la corrupción, el saqueo de los ahorros y el estado de sitio, se conjugaban en uno de los grandes hechos históricos del país. Algo que, por supuesto, en ese momento no entendía en su total magnitud.
El futuro se decidía en apenas unas cuadras. Llegar a Plaza de Mayo era imposible después del mediodía. Lo intenté varias veces y no pude. La policía, desaforada, hacía gala de su formación: primero disparar y después, si lo consideraban pertinente, preguntar. Los camiones azules levantaban personas como en la época de la dictadura. Gente sangrando, los cuerpos agujereados por las balas de goma y los perdigones, las piedras (y cualquier cosa que se pudiera tirar) volaban hacia los policías. En la avenida 9 de Julio, todos hacíamos fuerza para que la policía retrocediera.
A lo largo del día, me crucé a varias compañeras y compañeros con los que estudiaba en la Universidad de las Madres. Con algunos estuve apenas unos minutos, con otros pasamos juntos buena parte del día. El 20 empezaron a llegar muchos militantes del movimiento piquetero, algo que nos llenaba de ganas de seguir.
Nora “La Tana” Nicolini, Juanma Moroni, Maia Fernández, Mauri Polchi, Nico Rzonscinsky y Luis Reinoso. Con ellos cursaba en la universidad y ese día, juntos o separados, anduvimos de un lado para el otro. Algunos terminaron baleados, otros apaleados y presos, un puñado pudimos zafar, salvo por algunas esquirlas que nos salpicaron los cuerpos.
Ahora, dos décadas después, hablo con ellos. Les pregunto cómo recuerdan esos días eternos. Por debajo de los puentes de nuestras vidas pasó un caudal tan grande agua, que el 19 y 20 de diciembre puede verse algo borroso, mezclado con la vida en toda su potencia. Pero esos dos días nos siguen latiendo en lo más profundo de nuestros cuerpos.
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El 19 de diciembre, Nico lo tiene pegado en la memoria. Me cuenta que salió de la oficina donde trabajaba y se metió en un bar, pidió pasar al baño, se sacó el traje y se puso “la ropa zaparrastrosa” que llevaba en la mochila. “Creo que en esa época, a mis 23 años, me sentía un poquito superhéroe en ese momento, me sacaba el traje de la oficina careta y me ponía la ropa rockera con la que iba a la Universidad de las Madres a estudiar periodismo”, recuerda.
A las siete de la tarde, estaba en su monoambiente en San Telmo, “escuchando la radio y puteando a los conductores de radio 10 que convocaban a marchar a la plaza vaya uno a saber con qué argumento que respetaba la seguridad jurídica”, dice. “A eso de las ocho, empecé a escuchar un ruido, alguien en la cuadra golpeaba un tacho, cacerola o algo. A los cinco minutos, eran más, a los diez minutos, era mucho ruido”, cuenta.
“Un mar”, dice ahora Nico para describir cuando se asomó por la ventana y, hacia Plaza de Mayo, “no se veía dónde terminaba de haber gente”. Sin dudar mucho, agarró su grabador de cassette y salió a la calle. Su primera impresión: “No era la gente que estaba acostumbrado a ver en el millón de manifestaciones en las que participábamos por esos años. Eran más desorganizados, más tímidos y más rubios. Pero, sobre todo, eran más. Muchos y muchas más”.
En su caminata hasta Plaza de Mayo, Nico le fue preguntando a la gente que se cruzaba si querían darle un testimonio, explicar qué estaban haciendo. “Ninguna de sus respuestas me satisfacía, no estaban a la altura de mi ideal revolucionario de la época, a Dios gracias”, reconoce.
A Nico le pareció raro que no había policías. Pero en ese momento, dice, cree que “voló la primera piedra y, media fracción de segundo después, contestaron con el primer gas. No sé de dónde salieron todos los policías juntos, de abajo de la tierra, de adentro del Ministerio de Economía o de dónde”.
“De ahí en adelante, toda esa noche, todo el recuerdo, todo es confuso: tirar piedras, correr de la policía, pedir agua para lavar el gas de los ojos, armar una barricada con desconocidos, sacar nafta de un auto con una manguera para prender fuego, esquivar el edificio de un conocido banco chino-inglés porque en la misma torre estaba la embajada de Israel y de ahí salían tiros en serio”, cuenta.
Su última imagen de esa madrugada: charlar con un policía durante más de dos horas antes de llegar a su casa e “intentar convencerlo de que al día siguiente estuviera sin uniforme, tirando piedras”. “Al otro día, se venía el 20”, remarca Nico.
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Luis me cuenta que durante 40 años de su vida, el 19 de diciembre significó el cumpleaños de su papá, pero eso cambió en 2001. Ese día, me dice, salió de González Catán y cuando iba por ruta 3, en el kilómetro 23, frenó para fotografiar los saqueos en el mercado mayorista Vital.
“Llegué a la universidad, donde compañeras y compañeros resistían la inminente entrada de la policía federal a la Casa de las Madres –recuerda-. Pasamos ahí la jornada, con el convencimiento de que ninguna fuerza armada podía irrumpir dentro del lugar donde se guarda gran parte la historia de la última dictadura militar”.
El otro día fue más duro, reconoce Luis. “La represión en cada esquina, cada calle y cada plaza –enumera-. La impunidad de la policía que disparaba balas de goma, acorralándonos sin lugar de escape. Policías de civil arrastrando de los pelos y golpeando a pibes y pibas. Gases lacrimógenos por todos lados. Corridas y un poco de miedo”.
“Mi saldo fue solo un balazo de goma en un tobillo. Pero lo personal no importaba, porque el movimiento colectivo de evitar el estado de sitio, de reclamar ‘que se vayan todos’ y la defensa de la democracia era lo más importante”, cuenta.
Después de esos días, Luis sentía “la revolución en nuestra piel”, además de saber “que cada compañero y compañera estaban bien”. “Cadenas de llamados, visita a los heridos fue lo que siguió”, agrega.
Luis ahora dice: “Se fueron todos y al tiempo volvieron todos. Pero nosotros no somos los mismos. 20 años después, volvería a salir a la calle, a abroquelarme para defender la historia de las Madres, la vida de mis compañeros y compañeras, y la democracia que no nos van a robar”.
Maia llegó el 20 de diciembre al centro de Buenos Aires junto a Luis, desde el Conurbano. “Estábamos en la puerta de la Universidad de las Madres y de golpe nos tuvimos que tirar al piso porque venían de la Federal en motos disparándonos. Fue una locura”, recuerda.
Después encararon para la avenida 9 de Julio. En un momento, Maia y Luis se separaron en medio del caos. Entonces Maia vio como caía, a su lado, una de las primeras víctimas de la represión policial. “Fue una locura”, repite. “Con la impunidad con la que se manejaba la policía, cómo nos perseguían, y eso generaba más bronca, indignación, fue una locura, algo inolvidable”, agrega.
Dentro de esa “locura”, Maia cuenta que trataba de comunicarse con compañeros y amigos para saber dónde estaban y si no les había pasado nada. “Tampoco podía irme a mi casa, porque sentía que mi lugar era estar ahí con mis compañeros y con el resto, peleándola”, remarca. Como podía, Maia intentaba ayudar a las personas descompuestas o a los heridos, mientras había que estar alerta por si volvían las motos de la policía.
Para ella, el 19 y 20 de diciembre “tiene que hacernos reflexionar en muchas cosas”. De ese día, le quedó grabada la imagen de cuando la policía “le tiró los caballos encima a las Madres y, después, enterarme de lo que le pasó a Mauri”.
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Mauri pisó el centro de Buenos Aires después de ir en colectivo desde Isidro Casanova hasta Ramos Mejía y de ahí en tren hasta la estación de Once. Fue con un amigo del barrio y cuando se asomaron a avenida Rivadavia, el subte ya no andaba. Encararon hasta el Congreso. “Era muy impactante, en ese tramo por Rivadavia o por las calles internas, las barricadas. Era la primera vez en mi vida que veía algo así –recuerda-. En distintas esquinas ardía el fuego sobre el asfalto. Había minis barricadas, en una estrategia de la gente para frenar el avance de la policía. Era caminar y ver, cuadra por cuadra, todo deteriorado, todo roto, una ciudad convertida en un campo de batalla”.
Mauri dice que así llegó físicamente al centro de la ciudad, pero que también llegó “por el impulso, desde lo social y político, por todo lo que estaba pasando” en el país. Y agrega que, en ese momento, las emociones eran muchas: excitación, adrenalina, ganas de protestar, de agitar, todo “atravesado por la edad, por la inconciencia que genera estar en una situación así siendo pibe”.
“Son recuerdos vagos”, dice Mauri, e inevitablemente se le viene encima lo que le sucedió: “Me lastimaron mal, por eso siempre me ganó el recuerdo de la lesión, de la angustia, del mal momento de haber terminado el día de esa manera”.
Sus recuerdos se acumulan en cada una de sus palabras: “Sí recuerdo que estaba muy cebado, muy contagiado por todo ese fuego que había en la gente y en las calles. Toda esa rebelión, esa bronca, nos atravesaba y lo convertí en fuerza”. “Son recuerdos medios vagos, porque después me ganó la otra cara, el trago amargo de haber sido lastimado”, repite.
Y una última imagen: “Si bien el 19 y 20 la gente salió a la calle, protestó, se manifestó en todo el país, tengo el recuerdo de que en la zona del centro, donde todo estaba muy complicado, incluso ya avanzadas las horas, a quienes veía, que no conocía porque era muy pibe, pero sí registraba comportamientos, gestos, era a mucha militancia en las calles. Ya el 20 de diciembre era mucha juventud y mucha militancia. Si bien la gente salió, se expresó, al frente, en la línea de fuego, tengo presente que había mucha juventud y militancia, pibes y pibas que tenían inquietudes políticas, que las veías en manifestaciones, en la Marcha de la Resistencia y de andar por esas movidas”.
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La Tana Nicolini tiene una imagen que se le repite en la mente. El 20 de diciembre, cuando andaba por Congreso, vio cómo la policía tiraba gases lacrimógenos en una salida del subte. Al instante, una mujer con su hijo y una embarazada salieron corriendo, ahogadas, desesperadas. “Son cosas muy fuertes que no me voy a olvidar”, afirma.
“Para los que ya tenemos unos cuantos años, nunca pensé que iba a volver a ver el nivel de represión que se vivió –recuerda-. Tengo muchas imágenes muy fuertes, cierro los ojos y es como si las volviese a vivir: los milicos en las calles, salir corriendo de la Universidad de las Madres, cuando de la Rúa anuncia el estado de sitio, un Fiat Palio blanco con policías de civil tirando balas de plomo”.
La Tana dice que todavía hoy tiene “unos sentimientos muy contradictorios porque, a su vez, fue un gran aprendizaje de lo que es la auto-organización, la solidaridad y el compañerismo, de cuidarnos y preocuparnos por las personas que en ese momento teníamos al lado”.
Con algunos años más a cuesta, en esos días, La Tana quería ayudar y cuidar a cada uno de nosotros, que éramos más chicos. “Sentía que tenía que cumplir un rol de mamá, de cuidarlos y tenía una angustia terrible de que les fuera a pasar algo. Me puse más allá, porque si me pasaba algo a mí no importaba, porque los compañeros y las compañeras jóvenes son los que vienen detrás”, reflexiona.
La Tana recuerda que en cierto momento estaba con Juanma y casi enfrente de ellos, la policía remató de un tiro a un pibe. De ese 20 de diciembre, además de esa imagen tétrica, se llevó dos balazos de goma: uno en el tobillo y otro en el cuello. La Tana deja sus últimas imágenes: “La distinta composición social que reflejó la manifestación: gente que nunca había ido a una marcha, mucha clase media. Y se abre un estado asambleario muy importante. En lo personal, y creo que les pasó a muchos y a muchas, hay un antes y un después en nuestra vidas después de esos días”.
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En la tarde del 20 de diciembre, la esquina del Congreso (y de mi casa) seguía vallada. En el piso había una constelación de baldosas rotas. Estábamos con algunos compañeros de la Coordinadora de Unidad Barrial (CUBa), una agrupación piquetera impulsada por el Partido de la Liberación. Mi departamento era una especie de base de reencuentros, posta sanitaria, oasis para refrescarse, tomar agua y volver a salir.
En una de esas salidas a la calle, me quedé un rato viendo lo que sucedía en la esquina de Rivadavia y Combate de los Pozos. No había policías y las motos cargadas de balas no aparecían hacía un rato. La gente que cruzaba por la esquina agarraba algunos cascotes y sin muchas vueltas los tiraba contra el Congreso. Tres o cuatro piedrazos y seguían su camino. No había un grupo en particular dedicado a esa tarea. Simplemente, pasaban, agarraban las piedras y las hacían volar contra alguna ventana del Congreso. Por supuesto, esa tarde me sumé varias veces a esa celebración.
El Congreso era una caricatura fantasmagórica. Del otro lado de esa mole, la policía –por orden del gobierno de la Alianza- ya había asesinado a muchas personas. Los responsables de esa masacre –salvo algunas pocas excepciones- viven como si nada. Fernando de la Rúa dejó este mundo recostado en el regazo de la impunidad. A Domingo Cavallo todavía se lo puede ver en los canales de televisión justificando sus barbaridades económicas.
El día ya se iba. Desde el balcón del monoambiente, un compañero de la CUBa se pasó unas cuantas horas sentado y entretenido: como los árboles tapaban una parte del frente del edificio, cuando los policías pertrechados pasaban barriendo la avenida, con su gomera les tiraba algunas tandas de piedrazos. Otro compañero, que en ese momento hacía gala de una radicalidad bastante impostada, me propuso esconder en el departamento (“por las dudas”, me dijo) algunas “cosas” que se podrían utilizar en los próximos días. Se lo comenté a La Tana, con la que estuve casi todo el día. Después de varias décadas en el trotskismo, de ser delegada sindical y de conocer los vericuetos de la militancia, La Tana me dijo que ni loco se me ocurriera decirle que sí. Cada vez que nos acordamos de ese compañero y su “sugerencia”, nos descostillamos de la risa.
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De los flashes finales: verlo a Juanma, inmenso como siempre, moviéndose con sus pasos de gigante, en la 9 de Julio, mientras los motoqueros se le plantaban a la policía y la hacían retroceder; hablar con Luis y Maia, en medio de abrazos y corridas, los dos contando cómo estaba todo en González Catán y Laferrere, donde todavía viven; un cruce fugaz y callejero con Nico –“Qué hacés, Leandrito”, me dice-, y a los pocos días ver la foto donde está arrodillado, con los brazos cruzados en la cabeza, su espalda un solo tatuaje, con otro grupo de pibes antes de que la policía los cargue a un camión y se los lleve; Mauri en algún punto de la ciudad, en casi todos los puntos de esos tiempos, nuestra época, en noches eternas de conversa, ediciones radiales, libros compartidos y después otra foto, él con la boca partida por una patada canera; y La Tana, nuestro buque insignia que abría el paso hacia la militancia política y a cuanta locura se nos cruzaba por la cabeza.
Los días que siguieron al 19 y 20 de diciembre no fueron muy diferentes: estar en las calles, ver cómo se formaban las primeras asambleas barriales, ir de esquina a esquina levantando testimonios, decir que no una y mil veces; no, ese presidente no nos gusta; no, no se tiene que quedar ninguno, que se vayan todos; no, no tenemos ganas de votar ni de un gobierno de transición ni tampoco que nos sigan jodiendo la vida; no, los piqueteros no son delincuentes ni golpistas ni terroristas: son los que se juegan para que el país cambie de una vez por todas; no a los diarios, a la televisión y a los periodistas vendidos; no, no aguantamos más la impunidad de la policía y de los políticos que se robaron todo.
Alguna vez escuché a David Viñas afirmar que lo primero que tiene que aprender un intelectual crítico es a decir que no. En esos días de diciembre, una marea de pueblo dijo que no a un modelo económico, social y cultural implantado por la dictadura militar a sangre y fuego.
Ese inmenso no, estoy convencido, resuena hasta nuestros días.