Ambiente y sustentabilidad

Cuando el río suena… 8 años de la inundación en Sierras Chicas

Este 15 de febrero se cumple un nuevo aniversario de la catástrofe ambiental. En esta nota, un recorrido por las memorias, los dolores y las emociones que el agua dejó.

Por Redacción El Resaltador • 16/02/2023 15:22 • Tiempo estimado de lectura: 9 minutos

Río Ceballos. Sábado 14 de febrero de 2015. Día gris, con nubes pesadas y oscuras cubriendo el cielo. Lluvia constante y copiosa que se extiende durante la noche y la madrugada. Nada atípico para esta fecha; en febrero las precipitaciones suelen ser bastante continuas y abundantes.

Domingo 15 de febrero de 2015. Un amanecer apagado y tormentoso. Continúa lloviendo incesantemente. Sin embargo, aún no hay ningún indicio que haga sospechar una catástrofe.

Media mañana y con la misma velocidad con la que el agua circulaba por el cauce del río ya desbordado, los comentarios de lejos -y de cerca- comenzaban a llegar. Quienes vivían en barrios más altos se sorprendieron al escuchar el ruido del raudal, primera señal de que algo diferente sucedía. Notar ese sonido era inusual, teniendo en cuenta que en esta ciudad el agua había sido escasa durante 7 años.

7 años de sequía, 7 años de cuidar este recurso vital e irremplazable con enfático compromiso. Como contracara, ese día, el agua estaba por todos lados. Calles, puentes, caminos de tierra, plazas, dentro de las casas y de los comercios. En la ropa, en los muebles, en los árboles, en las zapatillas, en los libros, en las fotos, en todo.

La memoria del agua

“Nunca jamás había visto algo así”, dice Nuria, una vecina de 71 años que nació, creció y actualmente sigue viviendo en Río Ceballos. El 15 de febrero de 2015 se asomó al balcón de su casa y pudo ver, a lo lejos, el centro del pueblo devastado. “Bajé corriendo a la avenida, cerca de la Terminal, era impresionante ver el agua, se había llevado todas las pasarelas, todos los puentes, no quedó nada”.

Aquella jornada se cortó la luz y los celulares no funcionaban. “Yo tenía un dolor en el pecho que me duró más de un mes, vimos tantas cosas feas, fue espantoso”, recuerda Nuria. Esa sensación se traducía en el miedo y la incertidumbre de que algo así volviera a ocurrir en los próximos días.

Antes de esta gran inundación en todo el corredor de las Sierras Chicas, en Río Ceballos había un balneario. Ese día, la fuerza del agua lo cubrió de barro y arena. El cauce vigoroso del río -que presentaba una coloración amarronada- traía consigo autos, motos, escombros, partes de viviendas.

Sin sospechas de la desventura, Jimena, de 39 años, salió con su pareja para ir a buscar a Ñu Porá a su hijo mayor, que había dormido la noche anterior en la casa de sus tíos. Al asomarse al patio de su hogar -que está justo al lado del río- se desconcertaron porque el agua estaba “muy cerca del jardín, había mucha cantidad”.

Tras andar unas cuadras, la atribulada sorpresa fue cobrando más cuerpo. Jimena recuerda que en aquel momento, pensaba que había dejado una computadora en el piso de su centro de estética y temía que se mojara. “Recorrimos la avenida San Martín y veíamos el agua sobre el asfalto, había autos que pegaban la vuelta y otros que eran arrastrados”.

“Llegamos a mi negocio y la gente me estaba esperando, como pensando ‘pobre Jime’”, recuerda. Allí se hizo consciente del desastre. La monstruosa impetuosidad del agua había ingresado a su local. La marca estaba a casi dos metros de altura. “Estuvo todo sumergido un buen tiempo. En ese instante yo pensaba ‘bueno, tuve bastante suerte, lo mío es un negocio y se recupera pero hay gente muerta’. Fue como si hubiera explotado una bomba”, revive con pesadumbre y aflicción.

Lihuen, de 28 años, en ese momento vivía en La Quebrada -una zona cerro arriba-. Rememora que ese domingo su abuela, cuya casa estaba en el mismo terreno que la de ella, golpeó la puerta y pidió ayuda para sacar el agua que había ingresado a la vivienda. “Estuvimos un largo rato secando todo, brotaba de las paredes”.

Al igual que Nuria, se sorprendieron al escuchar el río. “Entonces bajamos para ver cómo estaba y fue impresionante ver que iba de punta a punta de manera alevosa. Estábamos acostumbrados a ver un hilito de agua y de repente era un extremo al otro, debe haber tenido 8 metros de ancho y 4 metros de alto”.

La “placita de Los Mimbres” había desaparecido por completo. Aquel sitio, punto de encuentro para vecinos y vecinas de la ciudad, ya no estaba. De un momento a otro, en su lugar, solo agua.

“Los postes de los juegos, de los toboganes, estaban desparramados por todos lados. Había un mástil que seguía en pie, pero tenía enganchados juegos de la plaza y árboles caídos”, describe Lihuen.

En esa primera recorrida, horas después del desastre, Lihuen y su madre se cruzaron con una familia que vivía en una casa bordeando el río. “A ellos el agua les llevó todo, así que preguntamos qué les hacía falta y nos dijeron que todo, ya no tenían nada”.

Los puentes y las pasarelas que comunicaban el barrio de La Quebrada con el centro no se veían. La calle de tierra que conducía al río se había resumido a un cráter “gigantesco” que imposibilitaba el paso. “En un momento estuvimos incomunicados, no podíamos cruzar a ningún lado”.

16 de febrero de 2015. Lihuen salió con su hermana a caminar por la ciudad tras estar todo el domingo sin luz. “Recién ahí tomamos dimensión de lo que realmente había pasado”, cuenta.

En ese momento, al vivir cerca del dique, Lihuen explica que en su barrio la inundación no fue tan devastadora “como en el centro, en barrio Loza, en Unquillo o Villa Allende. Porque en esos lugares, no solo bajaba el agua de la calle sino que se comunicaba con otros ríos”.

Durante los días inmediatos a la catástrofe, el agua corriente permaneció cortada. “Estuvimos 17 días sin agua, teníamos que hacer malabares. Como vivíamos muy cerca de la planta potabilizadora, toda mi zona fue la última en recibirla, fue horrible”.

Luego del fin de semana, y cuando la profusa lluvia comenzó a mermar, Jimena también salió a recorrer el pueblo. “Yo guardaba tanta angustia, en lo único que pensaba era en que había que rearmar y reacondicionar todo Río Ceballos de nuevo. La tristeza se respiraba en el aire, tenías que ser insensible para no notarlo”.

El tiempo pasa

La inundación de ese 15 de febrero de 2015 fue arrasadora y destructiva. El corredor de las sierras cambió para siempre su paisaje, su fisonomía, su clima y sus dinámicas de vida. Los pobladores de toda la región tejieron redes comunitarias para hacerle frente al asolamiento.

Jimena dice que a pesar de la amarga reminiscencia, se quedó con “el movimiento colectivo de solidaridad apaciguando un poco del dolor y de las pérdidas. Me quedo con las imágenes de los graffitis que se hicieron al tiempo, como decorando un objeto destruido”.

“En mi local, por ejemplo, había mucha gente ayudando con alegría y me quedó ese recuerdo. Primero, vimos cómo la violencia del agua destruyó nuestro pueblo en respuesta a tanto daño humano, y después, vimos que la misma gente se ayudaban unos a otros. Eso fue un aliciente ante el dolor que flotaba”, expuso.

Durante muchos meses, familias enteras tuvieron que vivir en hoteles mientras aguardaban la construcción de casas donde pudieran radicarse. Sus viviendas, víctimas de la desolación y muchas de ellas inhabitables para siempre.

Pese a pertenecer a generaciones diferentes, Lihuen y Nuria sostienen con vehemencia que después del 15F “entró la máquina y destruyó aún más lo que quedaba. Hubo pedazos de puentes, pasarelas, pilares, fragmentos de casas que quedaron en el cauce del río, y capaz la máquina era necesaria, pero también terminó de perjudicar la situación”.

El agua que se había llevado “la placita de Los Mimbres” no la trajo nunca de nuevo. “La plaza estaba hermosa, después de la inundación no hubo nada y por mucho tiempo fue solo tierra. Con el correr de los días, pasaron la máquina y eso fue un sinsentido”.

Lihuen explica que lo anterior se debe a que dragaron el río en su totalidad. “Hay una zanja que lo bordea, y eso lo cambió mucho, es incómodo hasta para sentarse al costado”.

También resalta que ya ni siquiera recuerda cómo era el balneario antes. “Ahora solo veo el terraplén y la orilla. Recuerdo que cuando era chica me metía al río, no era un hilito de agua, era un lindo caudal, ahora te da pena, te da lástima ver el río ese, el agua llega a los tobillos”.

Asimismo, Nuria concuerda en que “explotaron el cauce del río. La parte verde, el pasto, ya no existe. Antes, el balneario se podía disfrutar”.

Lo que el agua nos dejó
A partir de ese día, la huella en las trayectorias de vida de los habitantes de Sierras Chicas imprime un temor a que vuelva a ocurrir una catástrofe de semejantes características. “Tenemos que parar la deforestación, tiene que haber mejor planeamiento urbano, porque el desastre fue por eso”, afirma Lihuen.

Las imágenes del 15F quedarán para siempre fundidas en la retina y en la memoria colectiva. El impacto de ver la desesperación de la gente, y el agua llevándose todo, todo, desde bienes materiales hasta vidas.

Miércoles 15 de febrero de 2023. Pasaron ocho años de aquel fatídico día. En las Sierras de Córdoba la sequía se hace notar. Ríos sin agua, caudales por los que se puede caminar sin esfuerzo. En vez de agua, piedras.

Hace casi una semana, una ola de calor fustiga la zona centro de la Argentina. Nuestra provincia es una de las más afectadas. La sensación térmica alcanza los 42° y el tiempo no parece cambiar. Los pronósticos anuncian lluvia, pero, mientras tanto, el sol apabullante calienta sin cesar.

Sin embargo, no hay ningún indicio que haga sospechar una catástrofe. ¿O sí?

FUENTE: El Resaltador. Por Agustina Bortolon.