Cultura

Libros Libres: Una y Mil Brujas

Libros de libre descarga, al alcance de cualquier celular. En esta ocasión compartimos Una y Mil Brujas, de Utz Gregorczuk, de nuestra redacción.

Por Utz Gregorczuk • 02/02/2023 20:22 • Tiempo estimado de lectura: 8 minutos

Una y Mil Brujas cuenta leyendas, historias, reales e inventadas, de mi familia.

Algunos son fragmentos rescatados de la oralidad que se transmitió bajito entre mujeres, hay leyendas que se sabían en los barrios de Santiago del Estero, hay anécdotas que las conocí en Córdoba y que me las contaron desde un idioma lleno de rencor o miedo y hay otras historias que vinieron a mí de otras maneras que no pienso (quizás no puedo) explicar. 

De todas maneras, son relatos recolecté hasta el momento en que terminé el libro (2015), porque después de impreso, publicado, después de recibir un par de puteadas y retos “amables” por parte de distintos sectores y ramas de mi familia(s), empezaron a surgir otros relatos, algunos más tétricos, otros más hermosos, otros imposibles.

Actualmente están liberadas, para descarga gratuita en este link: https://utzgregor.wordpress.com/2021/09/05/brujas-libres/

Y si te gusta mi escritura y querés contribuir con mi arte, compartí un cafecito.

Comparto uno de los cuentos del libro en esta entrada.

En la Cocina

La tapa baila sobre la olla, dejando escapar el aroma de la salsa que explotará en los paladares de los comensales.

Al otro lado, le sigue el ritmo otra llena de enormes ravioles a punto, unos ravioles domingueros, de invierno frío y azul límpido.

El sonido de la cocina, la cuchara que bate, el ir y venir de utensilios, de platos y ollas, todo da la sensación de música venida de otros países.

La tapa baila sobre la olla y parece sonar al ritmo de palmas españolas. Al son de esa música, las caderas de Herminia se mueven de un
lado al otro, con el ir y venir de sus manos, brazos, pechos y ojos y el ritmo de su corazón alegre que llama a sus propios santos (y brujas) de
la cocina para que todo salga delicioso.

Ve pasar por el rabillo del ojo a su madre (las diosas y Dios la tengan en la gloria) convertida en un gran lobo blanco, con un ramito verde
en la boca. Sonríe para sí misma y sabe que la salsa necesita un poco más de menta.

Afuera hace frío, pero la ventana está abierta.

El fuego es tan fuerte y cálido, que ni una sola brisa se anima a entrar.

Sólo pasa la luz azul límpida, de un día sin nubes. Luz que se refleja a través del bosque de plantas, árboles y enredaderas que toman el patio, aferrándose a sus raíces, sabiéndose dueñas de ese lugar y de sus arañas que asustan a los chicos y de sus hormigas que muerden hasta
que duelen las lágrimas.

Afuera hace frío, pero el frío se rompe con las risas de los niños que juegan al escondite, que chillan y cantan, se burlan y se ríen, se
esconden y se encuentran.

Herminia tiene la ventana abierta para que entren la luz y las risas y así ella pueda sonreír iluminada por ese día de invierno que ya no es tan frío.

Levanta la tapa y revuelve la salsa como si se tratara de un brebaje mágico en el caldero de bruja. Parece murmurar algo, quizás sea un
poco de ánimos para la salsa espesa, para que se haga más rica, reviente los paladares, se quede grabada “su buena mano en la cocina” para
siempre, en todos.

Sopa un poco de pan y sopla despacio, saboreando el aroma que se levanta en firuletes de humo que dan vuelta sobre sí mismos hasta
subir y perderse entre otros aromas de la vieja casa.

Prueba y se sonríe. Quizás hasta se felicita. Uno puede ser muy humilde y demostrarse así ante los otros, bajar los ojos, asentir con
la cabeza y una serena sonrisa ante el elogio… pero bien que puede felicitarse solito y sin escrúpulos para sus adentros, dejar que el orgullo
y el ego se hinchen sin límites. Pero para afuera siempre mostrar la sonrisa serena y dulce.

El sol atrapado entre las hojas de la selva madre, toma su rostro, brazos y pecho, que se hincha alegre y despreocupado. Parece darle luz propia
a los cabellos cortos, blanco–gris, a su rostro un poco caído por los años pero sin arrugas, dulce y vivaz por los años vividos y por vivir… eran tan
pocos…. noventa y dos o noventa y tres, posiblemente, ya ni los contaba.

Inclina un poco su cuerpo y observa hacia fuera, a través de la ventana enrejada, a los niños que juegan. Les sonríe como si la vieran, pero sabe que están en un mundo de peligros, con dinosaurios, aventuras entre lianas, enredaderas y enormes arañas que podrían comerlos enteros.

Asiente para sí misma: son sanos y están bien alimentados. Pero hay que darles de comer más, esos niños están en crecimiento y los quiere
grandes y con color fuerte, para poder imaginarlos como serán en un futuro, ya adultos y lejos de esos días de aventuras en la selva de su jardín.

Con actitud de madraza, sigue revisando las ollas. Ha hecho más de lo necesario, pero sabe que sólo le quedarán suspiros.

Se da vuelta secándose las manos y observa al fondo de la habitación, sentada en el lado más alejado de la mesa, a su bisnieta mayor.

Lleva unos enormes anteojos de marco rosado, casi pegados contra los ojos claros y lúcidos heredados del padre de su padre. El pelo
está atado en una cola de caballo sin vida, viste un enorme buzo, una enorme campera y unos enormes pantalones.

La observa esconder una vez más la nariz en un enorme libro, algo de un tal Verne, viajes y aventuras.

Está segura que la niña no lee y que la espiaba mientras cocinaba.

Antes de que cada una se enfrascara en lo suyo le había preguntado que leía esa semana, y la niña le había comentado que era un libro
sobre un viaje loco y poco creíble hacia el corazón de la tierra.

Le preguntó si eso era posible.

La niña admitió que no sabía, pero que eso sí era posible en su imaginación y en sus sueños.

Herminia se dio vuelta sonriéndose, preparándose para cocinar, y dijo que en realidad no hacía ninguna falta irse a un viaje tan largo, si el centro mismo de la tierra estaba donde ellos estaban.

La niña miró hacia el patio por la puerta doble, abierta de par en par, observó los altos techos de la casa y el piso de cerámicos gastados que
formaban cuadrados y rectángulos y volvió a observar a su bisabuela.

Frunció el ceño y la larga y fina nariz, como sopesando la información.

Se relajó a los pocos segundos, aspiró fuerte y murmuró “Comprendo”.

Herminia no se dió vuelta, pero la pequeña sabía que estaba sonriendo satisfecha.

La vieja no dijo nada, esperaba que la niña siguiera hablando. Algo importante pendía en el aire, algo que sólo ella debía escuchar.

La niña se decidió:

-A veces veo un perro blanco jugando en tu patio, abuela… y al abuelo siempre lo cruzo caminando cerca de su taller de herramientas
y te manda besitos… -miró sus manitos- A veces no sé si realmente es mi imaginación o si son mis sueños.

-A veces, en el centro mismo del mundo, pasan cosas que no podemos explicarnos. Pero hay que abrazar lo que se ve y lo que se siente, estudiar, pensar, preguntar y tratar de comprender que no todo es como te enseñan en la escuela.

“Comprendo”, murmuró de nuevo la niña.

Sí, la niña comprendía, se dijo Herminia mientras comenzaba a preparar la masa y rió para sus adentros. No por nada había heredado tantas… magias… De todos sus chicos, esa era la más extraña.

Y ahora están allí, en silencio.

Herminia observa atentamente a su bisnieta, mientras la niña intenta leer, sabiendo que tiene aquella parda mirada clavada encima.

Baja el libro, como quien atiende pesadamente a un llamado y la enfrenta.

Aquella mirada es contundente. No pregunta, ni responde. Provoca, hostiga, golpea fuerte. Una mirada clara y lúcida, pero imperturbable.

“En ella se detienen los demonios que atormentan al padre y al padre del padre”, dice para sí misma Herminia.

La llama con la mano y se acerca a la olla de la salsa (que ya parecía tener vida propia) con un pedazo de pan.

La niña se levanta de la silla de un salto y se acerca con paso rápido y corto, casi un trotecillo de platero. Se para al lado de la mujer que con el
tiempo se había vuelto cada vez más pequeña, casi eran de la misma estatura.

Apoya apenas los dedos en la mesada fría y espera observándola con sus ojos enormes y oscuros, pero claros y astutos, ahora sí llenos de curiosidad, esperando el premio al silencio compartido.

Herminia moja el pan en abundante salsa, sopla suave y se lo acerca con una sonrisa cálida, como el fuego que hace bailar las ollas.

La niña sabe que no se quemará, sabe que aquello será más rico que el domingo pasado, sabe que tiene el privilegio de ser la primera
con un trocito de pan ensopado.

Huele con los ojos cerrados, lo saborea un momento antes de probarlo y muerde con ganas el rojo manjar.

Si algo hace la abuela (su bisabuela, pero le dice abuela por costumbre), era magia en la cocina, con aromas, fuego, luz y sabores.

Entre las dos se crea un lazo más: el de la magia compartida.