Córdoba obrera

Pueblos andantes: caminata de las comunidades indígenas

Este viernes 17/09 las comunidades indígenas caminaron en el centro de la ciudad de Córdoba exigiendo el cese a los actos de violencia que vivieron y viven.

Por Nicolás Viglietti (Docente. Escritor. Colaboración especial) • 20/09/2021 08:00 • Tiempo estimado de lectura: 7 minutos

El sol calienta la tardecita mientras se van acercando, con curiosidad, sonrisas y ojos brillantes a la plaza. Familias de todos los colores, tamaños y configuraciones; amigos, amigas que han venido desde muy, muy lejos y espacios que caminan con el aplomo de la organización.

La Plaza Kamichingón (ex Colón, como la renombraron y resignificaron las comunidades) es punto de reunión para la conferencia de prensa que este viernes 17 comenzó a las 15 horas, momento en que normalmente el sol está en su punto más alto. Ancianos y Ancianas, Autoridades espirituales, políticas y entidades sagradas comunican sus problemáticas y conflictos. Son más de 30 comunidades las que están en la conferencia.

El transeúnte casual puede preguntarte de qué se trata tanto trapo negro y rojo, por qué hay estandartes con consignas que piden la paz y la tranquilidad. ¿Qué le pasa a esta gente para estar organizando una marcha que parece a punto de salir en cualquier momento por Av. Colón?

Las comunidades indígenas del territorio hoy llamado Córdoba han sufrido y siguen sufriendo una invisibilización atroz; tanto es así que, en un momento histórico donde la adscripción y el reconocimiento a las comunidades se precipitan y los lazos se fortalecen, continuamos enseñando en nuestras escuelas que el pueblo kamichingón (o comechingón) ya no existe, ya que fueron borrados de un plumazo a través de distintos dispositivos de dominación y disciplinamiento.

Esta mentira, promulgada por decreto, se suma a la verdadera masacre de los ancestros, el robo y la expropiación de territorios sagrados, el prepoteo y la eliminación de su lengua. Las comunidades indígenas existieron, existen y existirán; permanecen porque la memoria de las y los abuelos se nutre de tantos hijos y nietos buscando las raíces que se hunden en la tierra gredosa de las sierras. 

Antes de comenzar la Caminata de los Pueblos Indígenas de Córdoba (así acordada en asamblea, ya que se camina el territorio hace miles de años: no se marcha, se camina), se nos invita a una ceremonia a todos los presentes; un carrito Sahumador que lleva dos vasijas de barro donde se queman hierbas de carácter sagrado, se le pide permiso y protección a los ancestros (porque estamos en su territorio, eso queda bien claro) y se nos insta a participar en el orden que la organización decidió.

La columna comienza con las autoridades que representan a los pueblo nación del territorio. Luego le siguen representaciones de guardianes del monte (águila mora, colibríes), seguidas de las comunidades indígenas de todos los territorios. Después vienen las asambleas ambientales, junto a otras comunidades ancestrales que habitan el territorio (Afros, kollas, Aymaras, Quechuas, Guaraníes y Mapuches). Atrás instituciones (ICA) y otras. Cierran partidos políticos.

Todo esto comenzó a amasarse como respuesta a las amenazas y hechos concretos de violencia que hace años sufren las familias de las comunidades. Valen los ejemplos de Pluma Blanca, así como en Comunidad Ticas, Camchira y Plaza Cacique Tulián, donde sufrieron disparos sobre sus viviendas, violencia de género y matanza de animales, además de renovadas amenazas de muerte. Las comunidades empezaron a reunirse y enlazar parlamentos y conferencias y muchas han respondido al llamado de la caminata. 

Con todo, la manifestación sucede cortando media calzada de la Av. Colón para girar, luego, por Vélez Sársfield y finalizar en el monumento a Agustín Tosco, frente al Patio Olmos. Caminamos todos, todas y todes marchan hermanos y hermanas, padre, madre, primos, nietas. Marchan vecinos que se enteran y adhieren para escuchar qué tienen que decir. Caminan con o sin carteles, avanzan recién salidos del trabajo.

En la marcha hay cuerpos que se reconocen, encuentros que se hacen abrazos, felicidad y sonrisa adivinada abajo de los barbijos: el largo encierro que representó la pandemia hace que éste encuentro también nos haga disfrutar esa tarde de sol, mate y compañía con tanta gente que se vislumbra querida. El sonido de los sikuris, los tambores y las trutrucas acompaña los gritos de reconocimiento, de tres en tres:

Kamichingón! Kamichingón! Kamichingón! 

Marichiweu! Marichiweu! Marichiweu! 

Sanavirón! Sanavirón! Sanavirón!

Sobre San Juan, a metros de la rotonda del Patio Olmos, está la estatua de los originarios de Córdoba: la efigie de un originario extendiendo los brazos al sol en un gesto desesperado. No es extraño: a pocos metros se eleva también la efigie de Agustín Tosco. Estos muertos, que la dirigencia política se engarza en el pecho como medallas e insignias de las que se enorgullece, pierden su contenido cuando terminan siendo un efeméride repetida, un nombre gastado hasta el hartazgo.

Quizás a las gestiones contemporáneas les convenga este vaciamiento, que hace que un colegio cordobés se haya transformado en un shopping enorme, donde la marcha finaliza con un escenario. La calle cortada da lugar a la escucha del manifiesto que leen las comunidades, a las palabras de cada uno de los curacas, los casqui curacas, nahuanes y las entidades sagradas que aportan su pedacito de historia viva.

Es tan, tan diferente lo que las gestiones gubernamentales piensan y hacen a lo que las comunidades originarias caminan y luchan. ¡Pero tanto! No hay diplomacia ni protocolo válido cuando hay amenazas de muerte, desalojo y desidia por parte del estado.

Así como si erigen las efigies en un acto francamente hipócrita y se dicen palabras que quedan fijas en un acto público o en una placa labrada, también se firman los documentos donde se asegura que las autoridades son garantes de los derechos humanos: derechos que brillan por su ausencia y se agitan, ensordecidos y enmudecidos, desde el cajón cerrado del escritorio de algún mandatario.

En ese sentido, callarse y escuchar a las comunidades es una oportunidad de verdadera humildad, de auténtico encuentro. Las comunidades aportan el cuerpo, la palabra y el reconocimiento porque no les ha quedado nada. Tantos ancestros muertos y asesinados se suman al abandono eterno al que han sido sujetos, desde migraciones obligatorias por desplazamiento de sus territorios hasta la eliminación deliberada de su identidad por decreto.

A estas comunidades, a estas familias y a estas personas les han quitado tanto que lo único que les queda, y lo más valioso que tienen, es los unos a los otros, y se nota. Inmediatamente se comparten cosas. La solidaridad se presta en brazos que se extienden. No hay quien se quede del todo quieto cuando suena la música, y las rondas de baile que se arman enseguida. 

Anochecida ya, con la manifestación continua, queda el interrogante en el aire de esta primavera incipiente de fin de viernes. Las causas de las comunidades originarias son incómodas, sí, porque todos tenemos una deuda de más de quinientos años con las necesidades más básicas y los hechos más concretos que damos por sentado a nivel diario. ¿Habrá una conclusión favorable para las comunidades? ¿Se instrumentará las acciones necesarias para evitar, prevenir y extinguir los abusos a los que son sometidas continuamente? 

Una cosa queda segura, mientras la ronda de baile se agranda y las carcajadas se multiplican: los pueblos originarios en Córdoba están vivos, organizados, y preparados para exigir el cumplimiento de los derechos que se les deben. Y ya no hay historiador, maestro o discurso de un funcionario que hable por las comunidades: hablan por sí mismas, y su lenguaje es la vida que se refleja en los ojos de tanta gente.