ELECCIONES PASO

A la hora del voto

Diego Sztulwark sostiene que buena parte del desencanto que los analistas políticos pronostican para las próximas PASO se debe menos a consideraciones de ingeniería electoral y de mercado político, y más a un maltrato que agrede la densidad de los sueños colectivos. Las fuerzas populares son invitadas a compartir un diagnóstico ultra-desfavorable, nunca del todo explicado, y sin que se les ofrezcan instrumentos políticos acordes a los obstáculos que se dice enfrentar. Lo más grave sería promover una falta de claridad sobre cómo actuar en términos de legítima defensa colectiva.

Por Redacción La Tinta • 14/08/2023 09:32 • Tiempo estimado de lectura: 8 minutos

Si toda encuesta nos coloca como sujetos portadores de una opinión, asentidores o reprobadores de un conjunto de ítems o preguntas respecto de las cuales seríamos dóciles respondedores (y no incómodos desertores), las PASO nos dirigen una interpelación directa, sincronizada e ineludible. Incluso al no ir a votar, el eventual fugitivo estaría respondiendo con su evasión a un múltiple choice que el sistema le formula. La campaña electoral prepara el terreno de un aprendizaje que culmina en un acto puntual, serial, en el que, de las opiniones de cada quien, se desprende precisamente un voto (o una abstención) que luego se suma a otros, bajo la forma de recuento público. El domingo en cuestión se trata, entonces, de ir (o no) a votar, de elegir un sobre e incluir (o no) en él ciertas papeletas y luego esperar unas horas hasta que los medios de comunicación nos revelen cuál fue el resultado de unos cómputos que cuantifican un mecanismo social. Por la noche, se estila asistir al conteo comicial como a un espectáculo meticulosamente preparado, en el cual podemos ver los rostros afligidos o esperanzados de aquellos sobre quienes el conteo electoral actúa como un tribunal, que expulsa o habilita a los protagonistas para un segundo momento de la contienda. Quienes más próximos están de los rivales y conocen la cosa en sus detalles atesoran la perspectiva técnica de lo que se juega en esta selección. Son los asesores y equipos de campaña, encargados de ajustar a los candidatos (gestos, guion, contactos) a las reglas del juego: de afinar su carácter competitivo. Difícilmente pueda ser más claro, en este aspecto, el isomorfismo con la competencia empresarial en los mercados.

El candidato es, por un lado, una mercancía que nos convoca en tanto que masas de consumidores (nos sonríe, nos promete) y, a la vez, se ofrece como un CEO o integrante de un consejo de administración para un país que, con su historia específica y su coyuntura dramática, nos solicita un involucramiento responsable. En tanto que consumidores, se apela a nuestro imaginario, pero en tanto que accionistas, se nos convoca a una reflexión que conjugue nuestras sensibilidades propias (nunca exclusivamente individuales o solo colectivas) con un balance más o menos meditado respecto de lo que hemos vivido políticamente estos últimos años. La sensación del elector trasciende, difiere, por tanto, de la del comprador. No solo porque al votar no hay que pagar, sino también porque, además de un acto de consumo (la sonrisa del candidato), se nos convoca para efectuar con nuestro voto una selección en la que se refrenda y/o se impugna una administración. Se nos reclama como consumidores, sí, pero también como accionistas. Menos como sujetos de un deseo que se realizaría al votar y más como titulares de una acción aparentemente decisoria relativa a una instancia de gestión de la que seríamos, al fin y al cabo, co-responsables. De ahí que los candidatos prometan cada vez menos y se esfuerzan cada vez más por incidir en nuestra evaluación sobre su desempeño (pasado, presente y futuro).

Oficialismo y oposición rivalizan como auténticos candidatos a la gestión de lo común: prometen hacerlo sin corrupción, evitando pérdidas, garantizando servicios colectivos mínimos indispensables (y también disintiendo respecto de cómo compaginar los diversos niveles entre sí conflictivos de aquello que llamamos los derechos). Y todo esto sucede como si hubiera, efectivamente, una riqueza compartida, una propiedad pretendidamente común y perteneciente a todos, y, por tanto, sobre la que a todos nos tocaría decidir. Ese comunismo del voto es onírico y ese sueño efímero tiene algo de reconfortante. Es reparador sentir que el ideal de una decisión común sigue siendo condición de posibilidad para la reproducción de la riqueza, aunque no llegue nunca a su realización material en el mundo histórico en que se producen las formas de apropiación privada por vía de la desposesión colectiva. Efectivamente, el sueño de un comunismo no pasa de un instante onírico. La distribución de la riqueza y del poder efectivo de decidir sobre ella (cómo producirla, cómo disfrutarla) no ha dejado de concentrarse y privatizarse, y sobre eso la política no ofrece alternativas efectivas en lo inmediato. Ni el voto ni la calle han incidido los últimos años (pandemia mediante) sobre las tendencias que han colonizado la vida política, sus discursos, sus instituciones.

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Imagen: Maiquel Torcatt / Aire Digital

En estas condiciones es la actividad política misma (que algún profesor de Ciencias Sociales ha llamado “parlamentarización de la dominación”) la que se presenta como incapaz de reformas democráticas y sociales indispensables. Esa impotencia para la reforma afecta a las militancias y reduce mezquinamente el sentido de un bien público mayor, que ya no sería otra cosa que la supervivencia del sistema político mismo. Este año, se cumplen -como se ha dicho hasta el cansancio- 40 años de democracia. Los criterios de inclusión cívica se han ido convirtiendo en una convocatoria a la población para que efectivamente participe del sufragio del domingo en que se abren las urnas. La política -todas las candidaturas- pide que se vaya a votar. Se trata de un reclamo lúcido, que responde a una percepción riesgosa y realista de probable desafección de una parte de la población. Ir a votar (“participar”) significa -desde el punto de vista del sistema político- hacer efectiva la ligazón que uniría con un hilo de plata -el hilo de la legitimación- la jornada electoral y la toma real de decisiones. El costo de cada elección equivale al costo de una legitimación parcial del sistema político. El éxito de una elección es aquel que ofrece una legitimidad sin la cual el sistema de toma de decisiones pública perdería parte de la efectividad en su funcionamiento. De ahí que abunden voces protestonas que consideran abusivo el que se convoque a elecciones dos años y, cada cuatro, votar tres veces el mismo año (PASO, generales, segunda vuelta).

La convocatoria al sufragio universal se ha convertido en una tentativa para conjurar aquello que los consultores -médicos de la legitimidad, ahí donde el pensamiento de la legitimidad se achicharra- perciben como una especie de cáncer al que llaman «antipolítica» o «voto bronca». La patología del sistema, advierten, es ese desborde de pasionalidad que roza el odio y opera vía cancelación. Alimentada día y noche por el propio sistema de la comunicación, esta desafección democrática superpone dos escenas de intensa significación política: aquella que escenifica por derecha un descontento social, cuya raíz última es la carencia de horizonte igualitario, y aquella otra en la cual la política convencional se ve forzada a reinventar técnicas y astucias para convertir la desesperación social en adhesión al presente. Cuando las derechas promueven el boicot de lo político-democrático (en el mismo sentido que antes promovía golpes militares), lo hacen con la creencia de que lo “anti” -cuando es por ellas controlado- ayuda a deslegitimar no el sistema económico, sino el residuo onírico de lo común en el sufragio y en cierta memoria utópica popular, nunca del todo derrotada en la Argentina. Pero los motivos del no-ir-a-votar no se agotan linealmente en el término “derechización”. Cuando segmentos relevantes -por cantidad y procedencia social- se abstienen de concurrir a la elección -como ocurrió en 2021-, porque sienten tal vez que la convocatoria a formar parte de una decisión común es una estafa (quien pide el voto en nombre de los ingresos populares luego no los defiende), se plantea un problema muy diferente que la política no sabe procesar y que sólo la derecha más reaccionaria logra manipular muy parcialmente (en la medida en que sólo ella busca escenificar ese malestar).  

La situación es muy distinta, entonces, cuando la abstención no tiene por causa y origen la cooptación mediática, sino un diagnóstico social y político como el que comunicó públicamente hace unos cuantos meses ya la actual vicepresidenta: en la Argentina, hay un Estado paralelo, una justicia tomada por las mafias, un poder reaccionario de proscripción y una expectativa de los grandes grupos empresariales y de comunicación de hacer de los liderazgos populares meras “mascotas”. Semejante diagnóstico sintoniza a la perfección con lo que miles de votantes experimentan en sus vidas cotidianas: el sentimiento de la política como parodia y de la elección como una farsa. Además de no estar a la altura del diagnóstico (con toda la razón del mundo, la política vive explicando lo difícil que es gobernar en las actuales circunstancias históricas: los avatares del planeta y las crisis mundiales), lo que la política elude es la existencia de verdades que puedan revertir la experiencia del engaño y del escamoteo.

FUENTE: La Tinta. Nota completa. Por Diego Sztulwark* para La Tecl@ Eñe.